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Cuando entro a una cocina, cualesquiera que ésta sea, siempre me llevo una primera impresión. Miro las cosas cómo están colocadas, la forma en la que una especie de 'horror vacui' hace que cada uno de los estantes se multiplique hasta el infinito. Incluso hay cocinas con libros, cocinas con infinidad de artefactos, misteriosos cajones donde se guardan las maravillas y los secretos.

El jueves Lucía Grávalos me enseñó su cocina del Kabanova. Ella no se dio cuenta, o quizás sí, pero la realidad es que comenzó a enseñarme su alma cuando me habló de la fascinación que siente por el corazón del atún. Es inmenso. Lo vio y me explicó que hace una especie de salazón con una sal del Himalaya. Me lo metí en la boca en forma de tira. Y entonces se produjo un pequeño milagro. Imagino que nuestras papilas de alguna manera se conectan con las neuronas y éstas a la vez con los recuerdos más profundos.

Hay sabores que tienen la capacidad mágica y asombrosa de recorrer ese camino desde la lengua hasta el fondo de la memoria de una manera límpida, sin mediaciones, sn retruécanos. Este salazón de corazón de atún es uno de ellos, con el don de la persistencia porque dura mucho tiempo en la boca. Sabe a un mar profundo mordido por las olas, pero también te trae recuerdos de un ibérico, la textura de la cecina y un color negroide que te sume más en el caos maravilloso de la cocina en la que la tradición se ofrece a la modernidad sin que te des cuenta.

Me dijo Lucía, en una apasionante conversación, que se enamoró de la médula del atún. Yo la descubrí en La Merced del maestro Lorenzo Cañas en un inolvidable ronqueo con Balfegó. Es comerse el mar, la sal, el yodo... A Lucía le saltó a la cara mientras manejaba la espina dorsal. Y cayó rendida. Es algo alucinante. Sabores en una cocina en la que hay libros, productos, cajones llenos de pruebas que aspiran a convertirse en memoria. Cocina de cocineros y de periodistas que se meten dentro (nos metemos) a husmear, a jugar a que nos cuenten cosas, a aprender y a divagar y a comunicar los retos que genera una pasión colectiva por dejar que te hable una coliflor, o un espárrago o unos guisantes lágrima, tan ricos y tan puros.

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