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Un anuncio de una de las primeras ollas exprés. :: R.C.
La revolución exprés

La revolución exprés

La olla a presión doméstica transformó la cocina española del siglo XX gracias a los inventos de dos emprendedores aragoneses, José Alix y Tomás Peire

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA | GASTROHISTORIAS

Jueves, 2 de agosto 2018

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Imagínense que tuvieran que pasar la mañana entera delante del fogón, pendientes del cocido. Y no por gusto, como hacemos ahora de cuando en cuando para darnos un homenaje a la antigua usanza, sino todas toditas las mañanas de todos los días de su vida. Así pasaban sus jornadas nuestras bisabuelas, preocupadas por si les llegaría el carbón y acaloradas por la lumbre, cuando de repente se abrió el cielo y de él cayó un invento revolucionario que prometía hacer la comida en un pispás. La olla exprés, que últimamente anda algo denostada, fue un regalo divino para la humanidad allá por los años 20 cuando surgieron sus primeros modelos.

Para habernos facilitado tanto la vida y haber solucionado incontables entuertos culinarios, la verdad es que a la pobre no la apreciamos en lo que vale. Sobre todo teniendo en cuenta que podemos presumir de haberla inventado en nuestro país. Basada en las investigaciones sobre la aplicación del vapor del franco-británico Denis Papin, sí, pero olla española al fin y al cabo. Verán, lo que hizo Papin (1647-1712) fue inventar en 1679 un aparato llamado el «digestor de huesos» ('bone digester'), un recipiente cerrado herméticamente en el que, por medio de calor externo, se aumentaba la presión del interior de la olla, elevando el punto de ebullición del agua hasta los 130 grados. Esta alta temperatura cocinaba muy rápido los alimentos mientras que el vapor impedía que se quemaran. Además, Papin ideó una válvula de seguridad que liberaba vapor cuando la presión subía demasiado y evitaba explosiones indeseadas.

Algo avergonzado de la (para él) frívola aplicación de su invento pero convencido de su importancia, Denis Papin escribió en 1681 un libro explicando sus aplicaciones culinarias, con varias recetas para guisar pescado, carnes, dulces o extraer gelatina de los huesos. «La cocina es un arte tan antiguo, de uso tan obligado y ha habido gente tan comprometida en mejorarla, que parece que si alguien pudiera llevarla a la perfección, así habría de hacerlo», decía. Su idea se comenzó a aplicar a mediados del siglo XIX en Alemania para fabricar unas primigenias cazuelas de gran tamaño y uso industrial, pero habría que esperar otros 60 años más para que este avance científico llegara a los hogares.

Los españoles tuvimos la suerte de ser los primeros en conocer las ollas a presión diseñadas para el uso doméstico. El 16 de noviembre de 1919 el Boletín Oficial de la Propiedad Industrial recogía la patente 71.143, concedida por 20 años al zaragozano José Alix Martínez por «una olla para toda clase de guisos, que se denominará Olla Exprés, pudiendo construirse en cuantas formas y tamaños se desee». Alix comenzó a comercializarla a principios de los años 20, y en 1923 ya tenía licencia de patente en Estados Unidos, Filipinas, Argentina y casi todos los países de Europa. También comenzó una gran campaña en la prensa nacional con titulares como «¡La revolución en las cocinas!» o «¡Se acabaron aquellos tiempos en que la mujer era esclava del fogón!».

La olla exprés abarataba el uso de combustible en un 80% y reducía el tiempo de cocción de los alimentos en un 90%, algo nunca visto. En nueve tamaños distintos con diferentes capacidades (de dos a 100 litros), las cazuelas costaban entre 30 y 335 pesetas, un verdadero potosí, pero a la larga salían baratas en carbón, tiempo y dinero. José Alix se dio cuenta rápidamente de que además del folleto de instrucciones, los compradores necesitaban indicaciones sobre el tiempo aproximado de cocinado de los alimentos, así que en 1924 lanzó un libro de cocina con 360 recetas para utilizar con su olla. A finales de ese mismo año vendió la marca a Camilo Bellvis Calatayud, quien siguió usando la misma patente 71.143 con diferentes nombres como «olla exprés Augusta» o «CBC», denominación bajo la que sigue fabricándose actualmente en Zaragoza.

Pero hubo otro inventor aragonés que colaboró en la popularización de este tipo de ollas: Tomás Peire Cabaleiro (1892-1968). Militar, abogado y político, fue primero comandante del Estado Mayor, después activista del Partido Radical, ayudante de Azaña durante su etapa como Ministro de la Guerra, diputado por Huesca y Ceuta en la Segunda República... Y también inventor. En 1922, estando destinado en Bilbao, pidió la patente de «un sistema de ollas o marmitas a cierre hermético para cocción de alimentos, extracción de jugos, preparación de gelatinas y otros usos domésticos o industriales», que le fue concedida al año siguiente y mejorada en 1925.

La 'Marmita Hispano', marca con la que se empezó a fabricar en Vizcaya, presumía de cocer todo en unos irrisorios doce minutos y de ser fácil de limpiar gracias a su capa de esmalte interno. Peire emprendió la comercialización de su marmita a la vez que Alix daba a conocer la suya, y entre ambos consiguieron que a finales de los años 20 ya se utilizara en España la expresión «como una olla a presión» para hablar de un ambiente tenso o agitado.

De paso, aligeraron la carga de decenas de miles de mujeres, abriendo el camino a un incipiente feminismo doméstico que a partir de los años 50 haría suyos los adelantos tecnológicos para mejorar las condiciones de trabajo en el hogar. Nacerían entonces infinidad de ollas a presión como Bra, Magefesa, Laster, Mayestic, Monix, Arín o Corberó, todas basadas en las ideas de un señor francés y dos intrépidos aragoneses.

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