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Un panadero en el siglo XVI. :: r. c.
PALABRAS CON OLOR A PAN

PALABRAS CON OLOR A PAN

Alimento básico y placer cotidiano, el pan y su proceso de elaboración han dado pie a lo largo de la historia a la aparición de miles de términos en peligro de extinción

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Jueves, 6 de septiembre 2018

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Son ustedes panarras? Aunque la Real Academia Española se empeñe en que tal palabra denomina al «hombre simple y tonto», ustedes y yo sabemos que un panarra es un aficionado al buen pan; aquel que disfruta oyendo el crujido de la corteza, que saliva al oler la miga y que unta hasta el último rastro de salsa. España está llena de enamorados del pan pese a la mala calidad imperante en la mayoría del sector y también a pesar de que se haya puesto furibundamente de moda a base de harina de puturrú y semillas de ambrosía.

Los panófilos, que no pánfilos, sabemos que el pan hunde sus raíces en los más profundo de la historia humana. Este mismo verano hemos descubierto, gracias a dos científicas españolas, que los restos más antiguos de pan tienen más de 14.000 años y que ya se horneaba con cereales silvestres antes de que a los humanos se nos ocurriera siquiera cultivar la tierra. El pan sigue estando en la lista de alimentos de primera necesidad, con IVA superreducido y considerado como alimento básico igual que a lo largo de los muchos siglos en que constituyó la base (casi lo único, a veces) de nuestra dieta. Fue tan fundamental que miles de palabras del diccionario están dedicadas a él y a su proceso de elaboración, términos en desuso como «floreado» (el pan cocido a la perfección, ni blando ni duro), «alevado» y «alevadar» (fermentar el pan), «paniego» (comedor de pan), «anacala» (en Toledo, la criada del panadero que llevaba a hornear los panes de las casas al horno), «canil» (pan de baja calidad o para perros), «marquiartife» o «artifara» (pan, en dialecto de rufianes), «poya» (la masa con la que se le pagaba al panadero en vez de con dinero).

El pan de munición era el más bajo, el mendrugo incomestible a base de salvado que se daba de comer a los presos y soldados, el pan de somas o mediano el típico casero ni muy blanco ni muy moreno y el pan de bodas, la suma de regalos, fiestas y parabienes que recibían los casados. El pan era cosa seria.

José Martínez Ruiz, alias Azorín (1873-1967), dedicó muchas de sus páginas a hablar de comida. Aceitunas, gazpachos y bodegones pueblan su obra, impregnada del recuerdo de la cocina de su tierra natal y de los platos de su madre, excelente cocinera de quien se conservan tres cuadernos de recetas manuscritas.

Poco antes de que el escritor alicantino falleciera, cuatro de sus textos más sabrosos se incluyeron en una obra colectiva titulada 'La cocina y la mesa en la literatura' (1962), una joyita gastronómica que desde aquí les recomiendo -búsquenla en librerías de viejo- y en la que figura una muestra más de la devoción panarra. 'El pan de España' es el elogio de Azorín al alimento más humilde, al que ha salvado más vidas y al que más palabras se han dedicado: «Comíamos una vez en un albergue campesino, allá en Levante, no lejos del Mediterráneo. Todo estaba muy limpio; cada cual, X y yo, teníamos nuestra escudilla llena de olla con frijoles y arroz; y la fuente, por si queríamos escudillarnos más, estaba en el centro de la mesa. El pan era bazo y de orejas. Al sentarnos, X cogió el pan y con un cuchillo de cachas de asta partió unas rebanadas. Con una en la mano, dijo:

-¡Cuántos nombres que tiene el pan en España! ¡Y cómo en España es más que en ningún otro país el alimento fundamental! Tenemos la hogaza; dicen los diccionarios que la hogaza es un pan mayor de dos libras; otros reducen el vocablo a pan casero. Poco antes hay que hacer distinción esencial entre el pan leudado, con levadura -eso es leuda-, y pan sin ella, pan ácimo o cenceño. Y no olvidemos tampoco que hay pan con sal y pan no salado. De niño, el pan que yo comía, pan prieto o moreno, no tenía sal; no se le ponía sal en mi tierra para que los servidores y labriegos, a quienes se mantenía, comieran menos pan. [...] ¡Cuántos nombres, te repito, tiene entre nosotros el pan! No sé si los recordaré todos. Hogaza, sea o no de dos libras; mollete, amasado con harina de flor; bodigo, doblado, que es un aragonesismo, según creo; la oblada es, no sé si me equivoco, el panecito que se ofrenda a los muertos. [...] ¿Y todos los vocablos que pululan en torno del pan? En el cuartito donde en mi casa se amasaba, no todos los días, vi una pintadera. Y en unas fiestas, panes pintados. Cuando se amasaba en casa, los panes se llevaban al horno en un tablero, llamados en el diccionario añacales, cubiertos los panes con mantitas de lana a fajas verdes, azules, rojas, amarillas. He visto también en los lexicones que el precio de la cochura en el horno se llama hornaje. Y que la leña con que se calienta el horno lleva el nombre de hornija».

Aquel pan «bazo» que comió Azorín se refería al moreno, hecho de salvado y con forma «de orejas» o salientes en las esquinas, mientras que el bodigo (del latín panis votivus) era el que antiguamente se llevaba a la iglesia como ofrenda y la «oblada» (del latín oblatus, participio de offerre, ofrecer) el que se daba en memoria de los difuntos. ¿Y pan pintado? ¿Y pintadera? Lo primero era la pieza adornada que se servía en fiestas o bodas y lo segundo, el instrumento con el que se marcaba. No me digan que no son palabras bonitas.

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