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Hoy cocina Ignacio Echapresto

Hoy cocina Ignacio Echapresto

La distancia corta de un cocinero que ha prescindido de cualquier artificio para introducirse en el complejo y difícil camino de la desnudez sin paliativos

Pablo García Mancha

Jueves, 7 de julio 2016, 09:37

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Hay algo en Ignacio Echapresto de visionario que va más allá del mero hecho de cocinar con una determinada técnica para ser capaz de introducirse en el complejo y difícil camino de la desnudez sin paliativos. Ignacio ha logrado imprimir en su gastronomía un lenguaje definido por esa sutileza plenamente técnica pero que lejos de apabullar por el despliegue de productos y nombres, encandila por una aparente economía de recursos: pocos ingredientes en cada plato, es verdad, pero cantos auténticos a productos cotidianos a los que es capaz de dotar de una fragilidad emocionante. Así, la cebolla puede aparecer como un helado en un corte crujiente de un entrante para la memoria, sabrosa a más no poder en una ensalada con endivias, o sencillamente insuperable en el caldo de la vieira, que es puro fondo de cocina, con una consistencia que dota a la receta de una peana sencillamente magnífica; es uno de esos platos inolvidables, incónicos, esenciales para conocer el alma de alguien que disfruta en la cocina. Equilibrio en la distancia corta de un cocinero que ha prescindido de cualquier fuego de artificio para centrarse cada temporada en el producto y ensamblar su portfolio de platos a lo que le ofrece la tierra más cercana, su propia tierra, la que conoce y distingue, desde una miel de brezo a una sencilla manzana con puerros para dibujar otro fondo en forma de crema tan suave que parece casi imposible la forma con la que desliza por la lengua y el paladar. Ignacio está 'on fire'.

Los hermanos Carlos e Ignacio, con la reforma de Venta Moncalvillo, han introducido literalmente la huerta en el comedor, una huerta en la que trabajan su propia verdura y en la que los comensales que lo deseen pueden elegir lo que quieran para llevarlo a su mesa. Hay huerta, hay invernadero y hay una nueva bodega donde Carlos mima la mejor colección de vinos de La Rioja. Asombra el número de referencias, pero más todavía cuando comienza a mostrar las añadas antiguas de Rioja, rarezas únicas, verdaderas joyas que el sumiller ha ido coleccionando para marcar el estilo de un restaurante que funciona como un verdadero reloj en el que la cocina y el vino respiran al mismo ritmo. Ignacio ama y conoce el vino (cosa no demasiado frecuente entre los cocineros) y por eso aquí se piensa a su ritmo y los platos se convierten en un festín al maridarlos con la prescripción de Carlos, con las sorpresas que somete al cliente, que alucina por la capacidad de los dos hermanos de dotar a esta casa de una armonía en la que se dan la mano la ausencia de la cobertura de los móviles, con esa sensación de ingravidez que dota su peculiar situación de privilegio en las faldas de Moncalvillo, rodeado de árboles, neveras y mariposas y eso en cualquier momento del año.

Ignacio Echapresto era un visionario hace años. Y hay dos, el cocinero que apenas habla y el que habla sin parar. Dos Ignacios que se persiguen y que cuando se encuentran son capaces de dotar a una sencilla zanahoria de mil matices, infusionarla con habas, vainilla, cardamomo y la pasta de un fardelejo para hacerte llorar con un postre que se come con pinzas pero que te pinza seriamente porque carece de la más mínima arista. Sabor en una textura increíblemente frágil que se deshace en la boca sin saber cómo.

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