Borrar
Doriyaki del alma

Doriyaki del alma

PABLO G. MANCHA

Miércoles, 16 de diciembre 2015, 20:13

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Todo puede cambiar alrededor de un sencillo bollito japonés llamado Doriyaki, un bizcocho pequeño y redondo relleno de un dulce de judías llamado 'anko' que transformó para siempre el alma de Sentaro, un pastelero que no le gustaban sus propios dulces y que descubrió la razón más íntima de la vida gracias a una anciana llamada Tokue, que le enseñó que cocinar es mucho más que poner en práctica una receta con más o menos tino. Éste es el humus de 'Una pastelería en Tokio', una película japonesa dirigida por Naomi Kawase, en la que la cuestión gastronómica recorre como una columna vertebral un argumento que se desliza a través del alma de Tokue, su durísima historia personal y ese amor insondable con el que elaboraba el 'anko' para transformar una sencilla pasta de judías en algo extraordinario, en un viaje infinito a los sabores y al encuentro del corazón del propio producto, tan sencillo, tan pobre, tan delicado. Sentaro compraba el 'anko' precocinado y se limitaba a elaborar el bizcocho y rellenarlo después con un sentido rutinario de la existencia mientras se agolpaban los días en su calendario con la monotonía de una vida que se le estaba yendo sin apenas darse cuenta. Su Doriyaki apenas se podía comer; él sencillamente lo detestaba. Tokue, la anciana, le enseñó hacerlo, a mimarlo, a cuidar y hablar a las judías mientras las preparaba en dos horas de intenso trabajo de fuegos, aguas, temperaturas y caricias. A mí me recordó a esa forma en la que Marisa hace sus pochas e incluso cuando les echa un poquito de agua fría «para asustarlas». Marisa mima su cocina igual que Tokue. Dos tradiciones gastronómicas alejadas en el tiempo y en el espacio. Marisa en Ezcaray, cuidando cada detalle, cada pliegue de sus recetas; Tokue en Tokio, disfrutando mientras elabora el 'anko' y enseñando al pastelero melancólico a vivir y a cocinar. En esta película uno se da cuenta de que son siempre la misma cosa, tanto a la sombra de un hayedo de Ezcaray como con la brisa que mece los cerezos japoneses hasta que desaparecen todas y cada una de sus blanquísimas hojitas.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios