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:: Sr. garcía ILUSTRACIÓN:
DE LA 'A' A LA 'Z'

DE LA 'A' A LA 'Z'

BEJAMÍN LANA

Martes, 4 de diciembre 2018

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Algunos 'coministas' que me encuentro o me escriben me hablan de algún artículo que les gustó y otros me reprochan que en 'El Comino' hay mucha reflexión pero poca recomendación. Así que para compensar he decidido escribir unas reseñas rápidas, casi a vuelapluma, sobre algunas comidas que he hecho en estas dos últimas semanas en restaurantes señeros y pintones. Van por orden alfabético y en más de una entrega para compensar sobre tanto pensamiento y tan poca acción.

Alma, Lisboa

Henrique Sa Pessoa no sabía ese mediodía del 21 de noviembre que en unas pocas horas iba a recibir la segunda estrella Michelin. El equipo trabajaba concentrado y con el restaurante repleto en un día señalado para la ciudad. Comensales especiales, como Carme Ruscalleda y su familia, o Dabiz Muñoz y la suya, ocupaban algunas mesas del establecimiento de la calle Anchieta, enclavado en el corazón del emblemático Chiado lisboeta. Dentro de la generación de cocineros que están cambiando el rumbo de la cocina portuguesa, la mayoría con formación en España, Henrique es uno de los más destacados y conocidos.

Concita a partes iguales inteligencia y sensibilidad y sus platos miran a Portugal de Norte a Sur. Se apoya en el producto, la historia, la contención en el número de ingredientes y en una sencillez casi naturalista. Sabores nítidos y primarios con elaboraciones que huyen de la sofisticación y rozan a veces el minimalismo estético. El omnipresente Atlántico brilla en su sopa de pescado, en la presencia de la caballa, los berberechos y el lenguado, en la reiterada utilización de las algas y hasta en la recreación en cocina de un agua marina. La historia portuguesa aparece en forma de su calçada de Bacalao, homenaje al balcalhau a bráz, y de algunos ingredientes originarios del antiguo imperio portugués, como el maracuyá y el plátano. En nuestro menú, el Portugal de tierra adentro estuvo presente con una presa de cerdo del Alentejo. Somos navegantes, como el pueblo de Pessoa. Pocos peros que ponerle, si acaso se echó de menos alguna locura entre tanta contención portuguesa. Ahora que le ha visitado Dabiz Muñoz, quién sabe. Para volver pronto.

El Celler de Can Roca, Girona

Hablar bien de los hermanos Roca es una de las cosas más difíciles de este oficio. No porque lo estén haciendo mal a estas alturas de su vida, sino al contrario, por el temor de parecer otra voz entregada a los coros celestiales que cantan sus alabanzas. Pero sería injusto negar que allí siguen pasando muchas cosas y que en cada nueva visita al restaurante esperan algunos valores inmutables, como la mejor hospitalidad y trato que cualquier persona podría soñar, y también muchos cambios.

Siempre se dice que la trinidad de hermanos, su complementariedad de caracteres y su especialización profesional es lo que hace especial a esta casa, pero no habría que minusvalorar la importancia de su exacerbado sentido de la búsqueda -en los tres-, casi como de perros de caza que necesitan seguir buscando para encontrarle sentido a su vida. El Celler son sólidas raíces en una tierra en la que nacieron, pero también un tronco que se poda todos los años, algunos severamente para que el árbol no crezca tanto que impida ver el bosque.

Éste es uno de esos años de gracia de Joan en la cocina, uno de esos en los que los caminos roturados y sembrados las temporadas anteriores ofrecen ya frutos maduros. Una temporada de conexión total con la tierra y el mar de quien ha pateado el mundo y ahora, ya de vuelta, se sienta en la misma piedra de cuando era niño. El aventurero que volvió más sabio y disfruta cocinando con los productos de toda su vida, aunque ahora los mire con unos ojos diferentes: Ojos limpios y corazón limpio. El generoso primogénito que pone su cocina al servicio del trabajo de sus hermanos.

El Celler camina hacia el restaurante total, aquel en donde los límites de la cocina, el comedor, la bodega, la sal y el azúcar se desvanecen. Donde los sentidos todos, incluido el de la palabra, tanto para el relato como para la poesía, se ponen en juego para ofrecer al comensal una vivencia única e irrepetible, como si el espíritu de aquella locura que llamaron el Somni, cuento sofisticado e intelectual sobre los límites de la experiencia y los sentidos, que entonces solo pudo vivir un puñado de privilegiados, se estuviera adueñando, poco a poco y sin que nadie se de cuenta, de cada uno de los servicios. Supongo que para justificar lo que les cuento debería desgranar los 30 pases de tierra, mar, aire y fuego que comimos y también los nombres más gloriosos de una bodega que recorre dos siglos, pero no quiero correr el riesgo de que se pierdan en los detalles porque aquí, como en aquella frase de André Maurois -«cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió»- lo realmente importante es lo que se siente cuando uno cruza la puerta horas después, la emoción consciente y lúcida de haber vivido algo intenso e irrepetible, aunque no se acuerde de la añada o la parcela concreta del Weingut Clemens Busch.

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