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MARÍA SOBRINO
Martes, 19 de junio 2018
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Fue en el extenso valle delimitado por los ríos Tigris y Eufrates donde se construyeron los cimientos de la civilización occidental. Escritura, arquitectura, matemáticas o escultura crecieron y se desarrollaron al amparo de la fertilidad de una sociedad y una tierra exuberante. Pero Mesopotamia no fue sólo cuna de las artes más sacras; en la cotidianeidad del día a día se hacía hueco la dedicación a una cocina que por primera vez pensaba en el cómo además de en el qué. Comer ya no era sólo una necesidad y el disfrute de platos elaborados acercaba al hombre a la civilización. Surgía así la cocina más antigua del mundo.
Precisamente bajo este nombre publicó en 2004 Jean Bottéro el mayor escrito sobre cocina mesopotámica hasta la fecha. «Todo el mundo se alimenta, sólo algunos, los más avanzados o más afortunados, saben o puede comer», escribe Bottéro, divulgador experto, en un volumen que repasa todas las referencias existentes sobre el nacimiento de la cocina como arte desde la tierra entre ríos.
Hija innegable de las condiciones geográficas de la zona, la comida mesopotámica se sostenía sobre un amplio cultivo de cereal, del que sobresalía la cebada como materia prima clave para diferentes tipos de panes y cerveza. Pero las aguas del Tigris y el Éufrates ofrecían también regadío a campos de puerros, ajos y cebollas; vegetales muy presentes en esta gastronomía. Sus sembrados definían un paisaje salteado de palmeras datileras y en cuyas estepas pacían ovejas, cerdos y cabras.
Cocinar con fuego
No es de extrañar que en una tierra de tanta abundancia creciese el interés por desarrollar una gastronomía que aprovechase los sabores y matices de todos los alimentos. En ello cobró gran importancia el uso del fuego en la cocina, de tal modo que se llegó a considerar la transformación de un alimento a través de la acción del calor como el principal factor que convertía una materia en comida.
Intervenían en el proceso hogares rudimentarios, «lugares del fuego» delimitados con tierra o ladrillos que fueron considerados emplazamientos de culto por los arqueólogos antes de descubrir que se trataba de las primeras cocinas de la historia. De estos 'kinûnus' salían sabrosos asados y granos tostados que se emplearían en panes y caldos, pero no todos los alimentos reaccionaban bien al contacto con las llamas. Los estudios arqueológicos hablan también de toda una batería de cocina formada por hornos, vasijas y cazuelas que introdujeron la cocción indirecta en las recetas de la antigua Mesopotamia, 35 siglos antes de nuestros días.
El 'diqâru', una vasija generalmente de arcilla, servía como cazuela voluminosa en la que cocinar caldos de carnes, verduras o pescados, o incluso un pariente cercano a las gachas de cereales. Del año 1.600 a.C sobreviven tres tablillas de escritura cuneiforme: una de ellas describe con concisión veinticinco recetas de caldos que se cocinaban en estas marmitas. Todas ellas parten de la cocción de agua y grasa y se completan con variedad de alimentos para desplegar ante nosotros la riqueza de los platos mesopotámicos. Carnes de cabrito, ciervo o gacela, pichones, francolines y casquería se desvelan ingredientes comunes en el menú, completado con verduras y hierbas aromáticas.
De los 'diqârus' y en ocasiones de los más potentes 'ruqqus', calderos de cobre y bronce, salían platos completos que podían dividirse en varias comidas. Las carnes se degustaban fuera del caldo, acompañadas de vegetales muchas veces crudos a modo de ensalada, y los líquidos podían reservarse para futuras comidas o como ingrediente en otras recetas. Y, junto a ello, como elemento indispensable, destacaba siempre el pan, presentado en forma de torta.
En una tierra de profunda producción cerealista, el pan se convirtió pronto en la base de la dieta local. Aunque existían muchas variaciones, dos de ellas suponían la vasta mayoría del consumo: unas tortas finas de harina cocida sobre arcilla, el 'pan ácimo', y una pasta inflada a la que se denominó 'pan leudado'. Las primeras se cocinaban en los antepasados de los 'tandor' indios, hornos de arcilla en cuyas paredes interiores se pegaba la pasta amasada. Tras una cocción rápida, las tortas se despegaban fácilmente y estaban listas para el consumo.
El 'pan leudado', en cambio, se acerca más a nuestro concepto moderno. Para su cocinado era necesario un horno de cúpula, similar a los de panadería actuales. La masa, completada con cerveza o sopa agria a modo de levadura, crecía dentro de él hasta conformar una corteza dura y un interior de miga blando. Ambos panes, de sabores diferentes, conformaban la base del menú mesopotámico. Tal era su importancia que incluso en las dos lenguas del país, sumerio y acadio, el término «comer» llevaba incluida la palabra pan.
Queda fuera de toda duda, por tanto, la atención que los habitantes de la vieja Mesopotamia prestaban a la cocina y la comida. Y, si bien las diferencias entre los menús de las clases más altas y el grueso de la población dejan claro que sólo parte de ellos tenían acceso a los manjares más selectos, la apreciación de la gastronomía era un valor compartido. Tal convicción no se quedaba sólo en los alimentos sólidos y se extendía a la bebida; vinos y cervezas formaron los primeros maridajes de la historia.
La omnipresencia de los cereales explica que fuera la cerveza la bebida principal. Granos germinados y malteados eran calentados en aguas aromáticas y, tras la fermentación, considerados «líquidos embriagadores» que resumían el ideal gastrónomico surgido en esta civilización. La comida y bebida podían ser fuente de puro placer y, de todas las enseñanzas que la sociedad mesopotámica dejó en el mundo actual, ésta sea quizá la máxima que con mayor entusiasmo hemos acogido.
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